
En la vida diaria, nos cruzamos con personas cuyos hábitos, actitudes o comportamientos son distintos a los nuestros. Algunas de estas personas han crecido en nuestro mismo entorno, mientras que otras provienen de culturas con valores y costumbres diferentes. Muchas veces, lo que hacen nos resulta extraño o incluso molesto, y nuestro primer instinto es criticar, juzgar y hasta ridiculizar su forma de ser.
Lo que no siempre consideramos es que cada persona actúa según lo que aprendió a lo largo de su vida. Su educación, su ambiente, sus experiencias, sus carencias o privilegios han moldeado su manera de ver el mundo. Lo que para nosotros es inusual, para ellos es natural. Pero en lugar de tratar de entender estas diferencias, muchas veces las rechazamos de inmediato y buscamos validación pública para nuestro punto de vista, señalando a los demás como si fueran el problema.
Pero, ¿qué nos hace creer que nuestra forma de ver el mundo es la correcta? Lo que para nosotros es “normal”, puede parecer extraño o incluso ofensivo para otros. De la misma manera en que juzgamos, podríamos ser juzgados. Nuestros propios hábitos y valores pueden ser criticados por personas con creencias distintas. Si todos nos dedicamos a señalar y condenar lo que no entendemos, ¿dónde queda la convivencia y el respeto?
Aquí surge una gran pregunta: ¿debemos callar nuestra crítica? La respuesta no es que no tengamos derecho a opinar, sino que debemos aprender cuándo nuestra crítica es útil y cuándo solo alimenta el rechazo y la intolerancia. Si una actitud o costumbre realmente afecta a los demás de manera negativa, el diálogo y la educación pueden ser herramientas de cambio. Pero si simplemente se trata de algo diferente a lo que estamos acostumbrados, entonces criticar no tiene sentido, porque lo único que revela es nuestra incapacidad de aceptar la diversidad.
Nuestra moralidad personal no es una verdad absoluta, sino solo una pieza dentro del gran mosaico de la moralidad cultural. Cada sociedad, cada familia, cada individuo tiene su propia visión de lo que es correcto o incorrecto. Aprender a convivir con esas diferencias sin necesidad de atacar o imponer nuestra perspectiva es una señal de madurez y respeto.
La próxima vez que sintamos la necesidad de señalar a alguien por su forma de ser, vale la pena detenernos y preguntarnos: ¿realmente su comportamiento me afecta? ¿Estoy criticando desde la comprensión o desde el prejuicio? ¿Cómo me sentiría si alguien me juzgara de la misma manera? Al hacernos estas preguntas, podemos cambiar la crítica por la empatía y el señalamiento por la comprensión.
Al final del día, cada quien vive su vida de la manera en que mejor le funciona. Mientras no haya daño real hacia los demás, no hay razón para condenar lo que es simplemente diferente. En lugar de alimentar un mundo donde todos nos juzgamos constantemente, podemos elegir construir uno donde aprendamos a coexistir sin necesidad de imponer nuestra visión sobre los demás.
Autor: Mauricio Montoya TGCR
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